[Las Mujeres Muralistas] osaron cambiar el curso del muralismo al arrancarlo de su fundamento dominado por los hombres y al trabajar de manera colectiva como mujeres.[1]
—Patricia Rodriguez
A principios de la década de 1960, el área de la Bahía de San Francisco se convirtió en un centro de activismo multirracial, movilización política e innovaciones artísticas. Esta confluencia suscitó una explosión de producción artística, principalmente de carteles y murales, que abogó tanto por la afirmación cultural como por el cambio social. En contra del dominio masculino —los líderes de estos movimientos por la igualdad eran en su mayoría hombres— cuatro estudiantes de arte se unieron en 1974 para crear arte público desde una perspectiva feminista latina. Graciela Carrillo, Consuelo Méndez, Irene Pérez y Patricia Rodriguez conformaron Mujeres Muralistas, el primer colectivo de artistas (y muralistas) latinas. Sus murales inconfundibles en el barrio de la Mission de San Francisco atrajeron la atención nacional e inspiraron a otras mujeres a convertirse en muralistas. Su primer mural importante como colectivo, Latinoamérica (fig. 1, 1974; identificado en otra parte de esta proyecto como Latina America), redefinió la estética latina y amplió la historia del arte estadounidense.[2]
Para apreciar los logros del colectivo Mujeres Muralistas en su totalidad, debemos analizar la influencia del muralismo mexicano en el movimiento artístico chicano. José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros entendían la importancia del muralismo no solo como un medio para sensibilizar, sino también para unir a las personas, en especial después de la traumática revolución mexicana (1910-1920). «Solíamos hablar de la mexicanización de las artes plásticas en nuestro país», escribió Siqueiros. «Debatíamos la necesidad de representar el paisaje mexicano, los modelos mexicanos e incluso los problemas de México».[3]
En Estados Unidos, Los Tres Grandes obtuvieron reconocimiento artístico y apoyo económico a través de muchas comisiones de murales financiadas con recursos públicos y privados, en especial durante las décadas de 1930 y 1940. Su influencia sobre las técnicas artísticas y la estética política se extendió a varias generaciones de artistas, en particular a aquellos que estuvieron asociados con el movimiento chicano; además, «la responsabilidad social del artista con su comunidad es una filosofía que tomaron de Siqueiros».[4] Sin embargo, el muralismo chicano fue notablemente diferente del muralismo mexicano de décadas anteriores. En lugar de comisiones patrocinadas por el gobierno y pintadas en edificios cívicos, estos murales ocuparon los muros de barrios y edificios escolares. En México, los murales reflejaron la visión de artistas individuales que promovían una agenda gubernamental. Pero en los barrios de Estados Unidos, los murales fueron el producto de un grupo de artistas trabajando en —y a menudo junto— con la comunidad para fomentar el orgullo cultural y la autodeterminación. «Este elemento de participación comunitaria, la ubicación de los murales en muros exteriores dentro de la comunidad misma y la filosofía de la aportación comunitaria, es decir, el derecho de una comunidad a decidir qué tipo de arte desea, caracterizaron el nuevo muralismo».[5]
Artistas que se desempeñaron como el brazo pictórico del movimiento sociopolítico chicano acogieron el principio de la autodeterminación. Sin embargo, aunque la comunidad artística chicana luchó por la igual racial, no hubo paridad de género en las áreas de liderazgo y toma de decisiones. Las mujeres en muy pocas ocasiones ocuparon posiciones de liderazgo en el arte y en los centros culturales, además de carecer de representación como muralistas. De este modo, el colectivo Mujeres Muralistas no solo tuvo que recuperar un legado artístico borrado por el mundo del arte dominante, sino que también tuvo que crear una nueva estructura de organización dentro del movimiento chicano que diera cabida a la participación de género y, a su vez, defender su incipiente estética latina, que era considerada «bonita y colorida, pero… no lo suficientemente política».[6] Estas reacciones negativas se basaban en el supuesto de que la composición de un mural debía corresponder con las versiones trasplantadas de los murales políticos mexicanos dirigidos y pintados por hombres. «En aquel entonces, muchas de las imágenes eran de hombres», observó Irene Pérez. «Todos los héroes eran hombres y parecía que los sucesos históricos solo les sucedían únicamente a los hombres, no a las familias ni a las comunidades».[7] Por consiguiente, los murales del colectivo Mujeres Muralistas promulgaron una visión latina que incluía a las mujeres y a la familia dentro de la esfera pública, además de poner en valor la propia entidad de las muralistas.
Un ejemplo de estos murales chicanos inspirados en México fue Homage to Siqueiros (Homenaje a Siqueiros; fig. 2), pintado en 1974 por Jesús («Chuy») Campusano, Michael («Mike») Ríos y Luis Cortázar dentro del Bank of America, en la calle de la Mission y Twenty-Third Street.[8] A diferencia de los murales mexicanos que «hablaban por toda una nación»,[9] fue descrito como un mural que transmitía «la herencia, vida y esperanzas de la comunidad de la Mission»[10] a través de las escenas de la ampliación del Bay Area Rapid Transit (BART) en la Mission y de los artistas con sus dibujos para el mural del banco.[11] A pesar de su noble descripción, el mural incorporó sobre todo figuras masculinas, incluyendo un retrato de Siqueiros y una imagen de un hombre crucificado en alusión a su mural América Tropical (1932) de Los Ángeles. También hay representaciones de trabajadores agrícolas: uno sostiene el texto de una declaración del cofundador de United Farm Workers, César Chávez; otro joven aparece con la imagen sombría de Emiliano Zapata, caudillo de la revolución mexicana, caminando a su lado. Pintado el mismo año que murió Siqueiros, el mural honra al muralista y su legado progresista, que se reflejó en la lucha del movimiento chicano por los derechos laborales. Sin embargo, el mural no era una obra representativa de las numerosas mujeres que también trabajaban en los campos, fábricas, industrias de servicio y en el hogar. Un año más tarde, a Ríos se le unieron Richard Montez y Anthony Machado en un proyecto mural en Twenty-Fourth Street y la calle Mission comisionado por BART (fig. 3). Influenciado por Orozco, las figuras masculinas monumentales que formaron los pilares de concreto que sostienen la vía del tren eran la metáfora de Ríos de «la gente pobre que siempre lleva la carga de las cosas en la sociedad», en este caso la población contribuyente de la Mission.[12] Aunque los murales de 1974 y 1975 reflejaban las ideas sociopolíticas chicanas, como sus colegas mexicanos, «los muralistas consolidaron aún más la idea de la virilidad masculina como el principio de la nacionalidad, la cual había sido utilizada para formular el concepto de mexicanidad a costa de las mujeres y de los hombres homosexuales a partir del siglo XVI».[13] Sería el colectivo Mujeres Muralistas quien desarrollaría el muralismo de la Mission más allá del imaginario didáctico centrado en el hombre al crear portales coloridos que despertaban el orgullo cultural y celebraban a las mujeres, los niños y la familia. Y lo que es igualmente importante: con su refutación sobre quién y qué definía el muralismo chicano, las artistas transformaron la historia del arte de la comunidad latina.
Las mujeres muralistas de la Mission
Las mujeres que conformaron el colectivo Mujeres Muralistas llegaron a San Francisco en busca de una carrera en el arte. Patricia Rodriguez se desplazó desde el sur de Texas en 1966. Graciela Carrillo (quien ahora usa el nombre Grace) llegó en 1969 desde su ciudad de origen, Los Ángeles. Oriunda de Venezuela, Consuelo Méndez llevó a cabo su transferencia de la Rice University al San Francisco Art Institute (SFAI) en 1972. E Irene Pérez se mudó de su Oakland natal después de la preparatoria para estudiar en la Academy of Art College de San Francisco. Como estudiantes del SFAI gravitaban unas en torno a otras en busca de apoyo mutuo dentro de una institución dominada por profesores blancos que fomentaban el arte abstracto. Como recordaba Rodriguez, «era muy frustrante estar en un aula donde los profesores no entendían en absoluto la manera que yo tenía de expresar el color, de expresar la línea y, en general, ninguna de las imágenes que utilizaba».[14] La falta de relevancia del plan de estudios y la creciente marginalización cultural proveyeron el catalizador para desertar y formar un colectivo que les facilitaría su entrada al muralismo.[15] En vez de esperar a que sus colegas masculinos las invitaran, utilizaron sus cualidades artísticas y el trabajo en grupo para pintar sus propios murales.
Después de abandonar el SFAI, Carrillo y Rodriguez se mudaron a Balmy Alley, en el Distrito de la Mission, un lugar importante para el muralismo. En 1973, obtuvieron el permiso para pintar su primer mural en el estacionamiento frente a su departamento (fig. 5), que les sirvió como experiencia de aprendizaje. Con los andamios de la San Francisco Arts Commission y las donaciones de pintura de los vecinos, crearon una escena fantástica llena de flora, aves y animales tropicales con un enorme globo en medio que contenía peces y ramas de árboles. Ese mismo año, Pérez pintó un mural sobre el portón de un estacionamiento colindante. El espacio horizontal lo ocuparon dos figuras sentadas que miran en direcciones opuestas y tocan una flauta cada una (fig. 6). «Creía que muchos murales eran muy políticos y ponían de manifiesto las injusticias, que para mí eran muy violentas», recordó Pérez. «Es verdad, eso forma parte de nuestra experiencia. Pero ¿qué pasa con las demás partes: las imágenes positivas, silenciosas, de nuestra experiencia? ».[16] Posteriormente, ese mismo año, Rodriguez invitó a Méndez a participar en un mural interior en la Jamestown School and Recreation Center en Fair Oaks Street. El colorido mural de Rodriguez presntaba un motivo de árbol con animales y pájaros, mientras que al otro lado de la sala Méndez creó un alegato antidrogas con una deidad de la muerte precolombina y personas adictas a la heroína (fig. 7). Al mismo tiempo, en reuniones celebradas en el departamento de Carrillo y Rodriguez, discutían planes para murales colectivos más grandes que, además de reflejar la diversidad cultural de los habitantes de la Mission, incluyeran una iconografía más amplia enfocada en las mujeres, la familia y la naturaleza.
Como artistas en ciernes, las mujeres compartían múltiples influencias estéticas, algunas de origen familiar y otras culturales. Méndez y Rodriguez tenían familiares artistas, mientras que Carrillo, Pérez y Rodriguez compartían una herencia cultural mexicana. Conocían el canon europeo occidental, pero sus extensos viajes a Latinoamérica inspiraban su arte. Durante un viaje de un mes a varias regiones de México, Pérez descubrió la vegetación y la fauna, en especial el tallo del maíz y el maguey, símbolos visuales de la fertilidad y la regeneración.[17] Rodriguez pasó tiempo viendo murales en Ciudad de México y aprendiendo sobre las culturas indígenas y los rituales espirituales de México, Bolivia y Perú, incluidas las Danzas de los Diablos andinas. Méndez creció inmersa en la cultura y el arte de Venezuela y, como integrante de la Brigada Venceremos, estaba familiarizada con el arte público y los carteles de Cuba, que unían estilos artísticos globales para proponer una ideología política internacional. Sin embargo, fue el floreciente movimiento sociopolítico chicano el que tuvo un mayor imparto en ellas. «Era una época de transformación», recordaba Rodriguez, «que inspiró a muchas artistas feministas chicanas/latinas a liberarse».[18] Sin embargo, como muralistas dentro de este prometedor ambiente no había modelos femeninos que pudieran emular, y con frecuencia fueron objeto de críticas sobre sus cualidades artísticas y sus capacidades físicas. Trabajar como colectivo —con el intercambio de ideas, la división del trabajo y la adaptación de sus habilidades artísticas individuales a una visión de grupo— fue lo que les permitió embarcarse en una trayectoria que influiría en sus carreras artísticas y en las de las generaciones posteriores de artistas latinas/x.
Latinoamérica (1974)
El primer mural de las Mujeres Muralistas fue un encargo de la Mission Model Cities, una organización ubicada en la Mission cerca de Twenty-Fifth Street. Méndez solicitó la participación de sus compañeras después de ser contratada para pintar el muro del estacionamiento de la organización, que medía aproximadamente 6 × 23 metros. Con el compromiso de concebir y pintar el mural de modo colectivo, las muralistas se reunían cada semana para desarrollar su tema general. Decidieron que debía transmitir un mensaje positivo sobre la diversidad del Distrito de la Mission, haciendo especial énfasis en las mujeres y los niños. Le dedicaron dos meses a la etapa de investigación y diseño. Méndez se enfocó en su herencia venezolana, Pérez en las plantas emblemáticas de México, Carrillo en las reinterpretaciones de imágenes prehispánicas y Rodriguez en los paisajes y las culturas indígenas de Perú y Bolivia.[19] Su intención era representar estos países latinoamericanos para los residentes del barrio, suscitando el orgullo individual al mismo tiempo que compartían sus culturas con otras personas. Como testimonio de su éxito, la periodista Victoria Quintero declaró una vez el mural estuvo terminado: «Las ideas e imágenes de las culturas que mezclan son logros audaces en el movimiento hacia la unidad. Sudamérica y los barrios de Aztlán han adoptado una postura y la defendemos de manera conjunta».[20]
La composición de Latinoamérica evocaba el mural de Diego Rivera La creación de un fresco (1931), pintado en el SFAI, y también su mural La historia de México (1929-1935; fig. 8) del Palacio Nacional de Ciudad de México, donde aparecen plasmados personajes y sucesos desde la conquista española hasta 1930. Si bien carece del propósito edificante de los murales de Rivera, sí comparte su composición, dividida en múltiples escenas autónomas que tienen la función de maximizar visualmente el espacio asignado. Sin embargo, el colectivo Mujeres Muralistas eligió integrar el imaginario de Latinoamérica en viñetas diferenciadas y organizadas dentro de una configuración más espaciosa. Su panel central (fig. 9) consta de un cuadro en perspectiva detrás de una hilera de tallos de maíz y magueyes, con franjas de color que sirven como escalones tipo pirámide que conducen hacia un gran símbolo del sol, dentro del cual aparece una familia nuclear donde dominan las figuras de la madre y los niños.
Utilizando la simetría visual, en el lado izquierdo plasmaron danzantes indígenas venezolanos, un grupo de músicos peruanos y alpacas y unas mujeres guatemaltecas vestidas con trajes tradicionales; mientras que en el lado derecho representaron un danzante de diablo boliviano, paisajes mexicanos contemporáneos y prehispánicos, además de una escena de la calle Mission con sus residentes de diversos orígenes (fig. 10). También entretejieron plantas y árboles familiares junto con aves y animales de cada país, lo cual sirvió para amplificar la visión exuberante. El borde de plantas de maíz y maguey en la parte inferior y el horizonte en toda la parte superior no solo proveen un marco general para las escenas de tan extensa variedad, sino que también sirven para imitar una panorámica compuesta de múltiples paisajes más pequeños. De esta forma, con su habilidad para atravesar el tiempo y la geografía, el mural consigue transmitir un sentido de monumentalidad, mientras que la ubicación a nivel del suelo proporciona al espectador una sensación de intimidad.
Si bien Latinoamérica incorporó algunas influencias del muralismo mexicano, fueron sus cualidades artísticas individuales y su enfoque colaborativo los que facilitaron la incorporación de técnicas de pintura innovadoras y la formulación de una estética latina que amplió la paleta de color del muralismo chicano y, sobre todo, su iconografía. A diferencia de otros muralistas, el colectivo decidió elegir sus colores después de aplicar el dibujo lineal al muro. También rechazaron el consejo del muralista Ríos de usar los colores «sofisticados» y oscuros de los murales existentes.[21] En su lugar, las muralistas buscaron la paleta más brillante, inspiradas por los textiles indígenas, los gráficos cubanos y el pop art estadounidense. Al engrandecer las imágenes de las personas indígenas, en especial de mujeres y niños recreando actividades cotidianas, rompieron con el papel del muralismo entendido como una herramienta puramente visual que promovía una agenda sociopolítica basada en escenas de conflicto y lucha. Lleno de labores cotidianas y rituales espirituales que conjuraban sonidos, olores, sabores y texturas, Latinoamérica evocaba el orgullo cultural y las memorias personales. Además, ofrecía un respiro estético frente al imaginario de «sangre y vísceras» de otros murales vecinos y, a su vez, contrarrestaba la definición política predominante del muralismo chicano. «Queríamos plasmar imágenes que ofrecieran una visión equilibrada de la cultura en su conjunto», afirmó Pérez, «y estábamos decididas a hacerlo a pesar de la controversia que provocó. Los artistas chicanos no creían que nuestras nuevas ideas sobre la belleza fueran imágenes apropiadas para ser plasmadas. Pero sentíamos que la comida, la música y la belleza del entorno formaban parte de nuestra cultura, así que ¿por qué no pintar sobre eso también?».[22]
Latinoamérica sería la primera y la última vez que el núcleo de Mujeres Muralistas crearía un mural juntas.[23] Los murales posteriores del colectivo fueron concebidos y dirigidos por una o dos integrantes junto con un número creciente de asistentes y artistas afiliadas. El mismo año, Carrillo y Méndez pintaron el mural Para el Mercado (fig. 11) con la ayuda de Susan Kelk Cervantes y Miriam Olivo.[24] En septiembre, Méndez, Pérez y Rodriguez trabajaron con Miriam Olivo, Tuty Rodriguez y Ester Hernández en una obra de tres dimensiones, The Latino Family (La familia latina), también conocida como Rhomboidal Parallelogram (fig. 12). La obra, que consiste en un lienzo pintado por cada una de las artistas y montado como un mural monumental, escultórico y sin apoyo, presenta escenas de mujeres y de niños en paisajes latinoamericanos.[25]
En 1975, Carrillo, Pérez y Rodriguez colaboraron en Fantasy World for Children (Mundo fantástico para niños) (fig. 13), un mural de dos pisos ubicado dentro del Mini Park de Twenty-Fourth Street. En los años siguientes, las artistas se centraron en sus carreras individuales y Méndez regresó a Venezuela, donde retomó el grabado. Sin embargo, su importancia histórica como el primer colectivo muralista de mujeres y el papel que desempeñaron al trastocar el dominio masculino en el muralismo chicano estaban ya consolidados.
Un legado colectivo
Como artistas latinas, el colectivo Mujeres Muralistas enfrentó retos artísticos, culturales y de género. Además de demostrar sus capacidades físicas para ejecutar grandes proyectos murales, tenían que defender sus decisiones estéticas. Como en México, los artistas chicanos definían el muralismo público como un arte político al servicio de las narrativas sociopolíticas que ellos aprobaban. Las Mujeres Muralistas ampliaron esta definición corta de miras con el propósito de incluir la belleza tanto en sus manifestaciones culturales como en sus representaciones de las mujeres. Como afirmó Guisela Latorre, sus dibujos suponían «un distanciamiento importante de los modelos nacionalistas» dominados por «guerreros aztecas y sus compañeras ligeras de ropa».[26] Comprendieron que los murales jugaban un papel relevante en la comunidad y no solo como espectaculares anuncios publicitarios o monumentos que promovían una historia y un imaginario centrados en el hombre. «Nuestra gente, la clase trabajadora, puede identificarse fácilmente con nuestra obra», afirmó Méndez, «porque está ahí para que la vean y la disfruten. Nuestras imágenes, nuestra gente y nuestra cultura; llena de color, de vida y de fuerza para seguir luchando».[27] De hecho, aunque definidos algunas veces como «apolíticos» y «nostálgicos» (en sus representaciones de las personas indígenas), sus murales sí promulgaban un cambio sociopolítico no solo al fomentar el papel central de las mujeres en la sociedad, sino también a través de la celebración de la diversidad de la Mission, generando cohesión comunitaria.[28] Dada la singularidad del colectivo, sus murales recibieron una extensa cobertura por parte de los medios. Diversos artículos aparecieron en el San Francisco Chronicle, Sunset Magazine y New Republic, lo que permitió que sus contribuciones resonaran más allá del Área de la Bahía e inspiraran a generaciones de artistas latinas/x.[29]
Notas
- Patricia Rodriguez, «Pioneer Chicana/Latina Artists: Creating Institutional Inclusion», Blaze: Discourse on Art, Women and Feminism, ed. Karen Frostig y Kathy A. Halamka (Newcastle upon Tyne: Cambridge Scholars Publishing, 2007), 92.
- Se le han atribuido diferentes nombres al mural, incluyendo Panamérica, Latino America y Latinoamérica. El último de ellos es el título más publicado y el que le proporcionó a la autora la cofundadora de Mujeres Muralistas, Patricia Rodriguez. Sin embargo, según Cary Cordova, aunque «el cartel inaugural del mural y la declaración se refirieron a la obra como Latino America … [Los] Académicos recurren con más frecuencia a los títulos Latinoamérica o Panamerica… Latino America, sin el acento, maximiza el doble significado de la obra en inglés, al proponer que la población latina en Estados Unidos está reinventando América como nación al mismo tiempo que afianza su parentesco con las Américas». Cary Cordova, The Heart of the Mission: Latino Art and Politics in San Francisco (Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 2017), 135-36.
- Desmond Rochfort, Mexican Muralists (New York: Universe Publishing, 1993), 28.
- Shifra Goldman, «Mexican Muralism: Its Influence in Latin America and United States», en Dimensions of the Americas: Art and Social Change in Latin America and the United States (Chicago: University of Chicago Press, 1994), 115. Siqueiros despertó el interés internacional con América Tropical, su mural en Los Ángeles de un hombre indígena crucificado debajo de un águila norteamericana, que fue pintado en 1932 y posteriormente enjalbegado. Los esfuerzos realizados, en especial por artistas chicanos, para recuperar este mural a finales de la década de 1960 y 1970 influenciaron aún más a los muralistas chicanos.
- Eva Cockcroft y Holly Barnet-Sánchez, eds., Signs From the Heart: California Chicano Murals (Venice, CA: Social and Public Resource Center, 1990), 9-10.
- Mujeres Muralistas, Imagine: International Chicano Poetry Journal 3, nº. 1-2 (verano-invierno 1989): 148.
- Theresa Harlan, «My Indígena Self: A Talk with Irene Pérez», Irene Pérez: Cruzando la Línea (Sacramento: La Raza/Galería Posada, 1996), s. p.
- Aunque fue concebido como un tributo a Siqueiros, sí incorporó las influencias de Orozco y el imaginario de Diego Rivera. Ira Kamin, «Come On In, Bring Your Paint», Pacific Sun, 30 de mayo-5 de junio, 1974, 11. Para una descripción detallada del mural y las influencias de Los Tres Grandes, véase Guisela Latorre, Walls of Empowerment: Chicana/o Indigenist Murals of California (Austin: University of Texas, 2008); Cordova, Heart of the Mission.
- Shifra Goldman, «Resistance and Identity: Street Murals of Occupied Aztlan», en Dimensions of the Americas, 121.
- Carol Hagen, «Mission Murals», sin fecha. Copia del artículo en posesión de la autora.
- Latorre, Walls of Empowerment, 47.
- Michael Ríos, entrevista con SFMOMA, 12 de marzo, 2021 [00:34:54].
- Robin Greeley, «Painting Mexican Identities: Nationalism and Gender in the Work of María Izquierdo», Oxford Art Journal 23, núm. 1 (primavera 2000): 56.
- Patricia Rodriguez, citada en «Final Report to the National Endowment for the Humanities, Califas, Chicano Art in California», Oakes College, 18 de abril, 1982, transcripción del panel de la conferencia, p. 113.
- «Una necesidad importante [fue] expresar la manera cómo nos sentíamos. No podíamos hacerlo con la estructura académica. Necesitábamos otro escenario, necesitábamos otro público, así que regresamos al barrio de la Mission y ahí fue donde empezamos». Rodriguez, «Final Report», 114.
- Irene Pérez, entrevista con la autora, 11 de diciembre, 1999.
- Irene Pérez, entrevistada por Mary Lou Nevarez Haugh, 1993, transcripción, p. 3. Shifra M. Goldman Papers, CEMA 119. Department of Special Collections, UC Santa Barbara Library, University of California, Santa Barbara.
- Rodriguez, «Pioneer Chicana/Latina Artists», 90.
- Patricia Rodriguez, «Mujeres Muralistas», The Fifth Sun: Contemporary/Traditional Chicano and Latino Art (Berkeley: University Art Museum, 1977), 14.
- Victoria Quintero, «A Mural Is a Painting on a Wall Done by Human Hands», El Tecolote (San Francisco), 13 de septiembre, 1974.
- Irene Pérez, entrevista con la autora, 11 de diciembre, 1999.
- Irene Pérez, entrevistada por Nevarez Haugh, p. 4.
- Aunque las integrantes fundadoras de Mujeres Muralistas concibieron Latinoamérica, Ester Hernández, Xochitl Nevel, Miriam Olivo y Tuty Rodriguez las asistieron en la pintura.
- Timothy W. Drescher, San Francisco Murals: Community Creates Its Muse, 1914–1994 (San Francisco: Pogo Press, 1994) 23.
- Según Rodriguez, «Decidimos hacer algo totalmente diferente, porque no tenían muros para que pintáramos». Citada en María Ochoa, Creative Collectives: Chicana Painters Working in Community (Albuquerque: University of New Mexico Press, 2003), 54. En un artículo publicado el 18 de septiembre de 1974, el San Francisco Chronicle se refiere a la obra como Women… Mother, Worker, Seeker of Visions (Mujeres… madre, trabajadora, buscadora de visiones). Los lienzos fueron ensamblados en el sitio en una escultura geométrica de 2,4 × 2,4 metros, exhibida como parte del Art Festival del Arts Commission de 1974, realizado frente al ayuntamiento.
- Latorre, Walls of Empowerment, 188.
- Consuelo Méndez, «Statement by Mujeres Muralistas», sin fecha. Copia en posesión de la autora.
- El manifiesto seminal del movimiento chicano, «El Plan Espiritual de Aztlán», exhortaba a los artistas a «producir literatura y arte que sean de interés para nuestra gente» y a que los «valores culturales de la vida, la familia y el hogar sirvan como un arma poderosa para derrotar el sistema del valor del dólar gringo». De esta manera, podría argumentarse que Latinoamérica, con su atractivo estético de para la comunidad, logró los objetivos sociopolíticos del movimiento. Rodolfo «Corky» Gonzales, «El Plan Espiritual de Aztlán», en Aztlan: An Anthology of Mexican American Literature, ed. Luis Valdez y Stan Steiner (New York: Vintage Books, 1972), 405. El manifiesto se hizo público por primera vez en 1969 en la National Chicano Youth Liberation Conference en Denver, organizada por la organización de Gonzales, Crusade for Justice (Cruzada por la justicia).
- En 1975, en San Diego, Celia Rodríguez, Rosalinda Palacios y Antonia Mendoza de Sacramento pintaron un mural que celebraba a las mujeres en un pilar del Chicano Park. Dos años más tarde, Yolanda Lopez y un equipo de mujeres jóvenes vecinas pintaron un mural ahí mismo. Las Mujeres Muralistas del Valle, un grupo de quince mujeres, crearon murales a mediados de la década de 1970 en su ciudad, Fresno, y alrededores. Goldman, Dimensions of the Americas, 214. Dos décadas después, en 1994, siete artistas mujeres, incluida Irene Pérez, pintaron MAESTRAPEACE, un mural de cinco pisos en el Women’s Building en el Distrito de la Mission. Para mayor información sobre estos murales y el legado del colectivo Mujeres Muralistas, véase Carissa Garcia, «In the Valleys: Las Mujeres Muralistas del Valle and Chicana Art in the San Joaquin Valley» (tesis de maestría, University of California, Los Ángeles, 2016); Rita Sanchez, «Mujeres Muralistas: Chicano Park Female Artists», La Prensa San Diego, 29 de junio, 2012, consultado el 18 de agosto, 2020, http://laprensa-sandiego.org/wp-content/uploads/downloads/2012/06/LaPrensa06-29.pdf; Juana Alicia, et al., MAESTRAPEACE: San Francisco’s Monumental Feminist Mural (Berkeley: Heyday Books, 2019).